Marcos Roitman Rosenmann
No tengo el don de la escritura; en ocasiones se tuerce y muchas veces es tosca, con ello convivo y busco superarlo. La necesidad de decir, y decir bien, obliga. Uno busca referentes para aprender. Pero no se trata de una cuestión de estilo. Junto a lo dicho debe haber un motor que impulse las palabras. Una seña de identidad. Octavio Ianni, sociólogo brasileño, me llamó la atención sobre escribir con seso, intestinos y corazón. Todo a la vez, crear un equilibrio entre un buen ensayo y una descripción agreste sin alma. Pablo González Casanova me ha recomendado la lectura de Antonio Machado, tanto como Jorge Luis Borges. Autores donde se refleja frescura y diversidad en el uso del lenguaje. Basta con recordar cómo inicia Machado la clase de poética y retórica de Juan de Mairena: “Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: ‘Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa’... después de meditar, escribe: ‘Lo que pasa en la calle’.”
Conocer la gramática no lo es todo. Es necesario jugar con las palabras, transgredir las normas, buscar y recuperar significados. Impedir la condena de los conceptos fuertes evitando que la sociedad enmudezca. Transformar estética en obligación ética, en vivencia, conciencia crítica y transgresora. Forma y contenido entrelazados. No es una cuestión estilística, cuya meta se reduce a la soberbia de engrandecer egos y enaltecer la mezquindad del yo. Seguramente hay buenos estilistas, pero pocos artesanos de las letras, cuya coherencia les impide torcer el camino en medio de la batalla, negándose a ser víctima de la profecía cumplida y del tópico: “donde dije digo, digo Diego”.
Las palabras son un bisturí en manos de un buen médico; manipuladas por chapuzas, auguran lo peor. Se transforman en un amasijo somnoliento y pretencioso, pierden viveza. Suponen la muerte de la poética puesta en el lenguaje. El don de la escritura no puede ser una rutina. Benedetti amaba escribir para contar historias. Sus relatos captan el significado profundo del amor, el desengaño, la lucha política, la memoria. Son la esencia de la vida cotidiana, del alma y del cuerpo. Puso letra a todo cuanto es creación humana. Indagó la maldad. Se batió en duelo a la vieja usanza, con honor. No soportó la traición. Su trabajo consistía en llamar a las cosas por su nombre. Formas simples y llanas. Son méritos que convierten su vida y su obra en ejemplar.
No le valieron prendas para condenar la mentira, viniese de donde viniese y la dijera quien la dijese. Lo dicho quedó reflejado en el debate con Mario Vargas Llosa en 1984. Éste lo insulta, tildándolo de corrupto por defender las revoluciones sandinista y cubana, amén de considerarlo un robot alegre por apoyar el socialismo. Además se posesiona con una salida democrática al subdesarrollo y a las dictaduras, interpretación maniquea a la cual Benedetti responde demostrando coraje y algo de lo que carecía su contrincante: principios, altura de miras y dignidad. Los encabezados de su respuesta denotan su malestar: “Ni corruptos ni contentos” y “Ni cínicos ni oportunistas”.
En ellos subraya: “Me parece absolutamente legítimo que un escritor como Vargas Llosa se sienta tan presionado por la realidad como para pronunciarse sobre ella. La circunstancia de que muchos intelectuales latinoamericanos, a pesar de no practicar la obsecuencia ni la obediencia ciega que suele atribuirnos Vargas Llosa, mantengamos nuestra adhesión a las revoluciones de Cuba y Nicaragua no impide comprender que vanos aspectos de esas realidades hieran, vulneren o incluso descalabren ciertas pautas y arquetipos de otros intelectuales... A un intelectual del alto rango artístico de Vargas Llosa debe exigírsele una mínima seriedad en los planteos, particularmente cuando éstos ponen en entredicho la probidad de sus colegas. Hablar de corruptos y contentos en una región del mundo en la que hay tantos intelectuales perseguidos, prohibidos, exiliados... en ese marco de discriminación y de riesgo, de amenazas y de crimen es, por lo menos, una actitud insoportablemente frívola.”
En la segunda entrega, tras nuevos insultos de Vargas Llosa, le recuerda su historia: “Hace ya unos cuantos años que mi tocayo señaló, con una imagen que hizo carrera, que la literatura ha de ser siempre subversiva y que el escritor debe ser una suerte de buitre que esté siempre dando vueltas sobre la carroña. Reconozco que mi vocación de buitre es prácticamente nula, y también la capacidad subversiva de la literatura es viable y defendible cuando el escritor distingue honestamente algo que subvertir, pero no como obligación eterna y menos como un deporte. Parece claro y elemental que si lucho por una sociedad más justa, cuando ese cambio, así sea primariamente, se produce, tratar de subvertir la situación equivaldría a proclamar una vuelta a la injusticia.”
La discusión se zanjó con la salida de Mario Benedetti de las páginas de opinión de El País. El Grupo Prisa y Juan Luis Cebrián, a la sazón director del matutino, decantaron la línea editorial hacia el peruano.
Mario Benedetti hace fácil lo difícil. Capta los valores y las vilezas de los mortales. Muestra, como en el ejemplo anterior, la cara de la traición, de la ignominia. Describió la muerte diseccionando las dictaduras y sus dictadores. No le hicieron falta títulos universitarios. Tampoco se inventó, como José Joaquín Brunner, ex ministro de Educación chileno, un falso titulo de sociólogo y posgrado en Oxford. Era un artesano de la palabra, un poeta. Siempre tuvo una sonrisa y no faltó a sus compromisos; se exigía con quienes sentía eran sus compañeros de viaje.
Mario Benedetti ha sido un hombre comprometido con su tiempo, y por ello fue perseguido. Su palabra resulta incomoda. Él supo el significado de un doble exilio. Enfrentó decretos de busca y captura. Desde la firma por el gobierno de Bordaberry el 27 de junio de 1973 llamando a los militares al poder, con un joven Julio María Sanguinetti en funciones de ministro, se abocó a denunciar las tiranías, sin dejar de escribirle al amor. Exiliado en Madrid, recibió el cariño de unos, los más, y el odio de la elite política. No le perdonaron vivir el Sur en el Norte, decir que también existía, reclamar derechos de autodeterminación y soberanía para los países que sufren la penetración imperialista. Hoy los hipócritas lloran su muerte. Por suerte, Benedetti fue claro: en el tiempo de la globalización, lo que se globaliza es la hipocresía.
No tengo el don de la escritura; en ocasiones se tuerce y muchas veces es tosca, con ello convivo y busco superarlo. La necesidad de decir, y decir bien, obliga. Uno busca referentes para aprender. Pero no se trata de una cuestión de estilo. Junto a lo dicho debe haber un motor que impulse las palabras. Una seña de identidad. Octavio Ianni, sociólogo brasileño, me llamó la atención sobre escribir con seso, intestinos y corazón. Todo a la vez, crear un equilibrio entre un buen ensayo y una descripción agreste sin alma. Pablo González Casanova me ha recomendado la lectura de Antonio Machado, tanto como Jorge Luis Borges. Autores donde se refleja frescura y diversidad en el uso del lenguaje. Basta con recordar cómo inicia Machado la clase de poética y retórica de Juan de Mairena: “Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: ‘Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa’... después de meditar, escribe: ‘Lo que pasa en la calle’.”
Conocer la gramática no lo es todo. Es necesario jugar con las palabras, transgredir las normas, buscar y recuperar significados. Impedir la condena de los conceptos fuertes evitando que la sociedad enmudezca. Transformar estética en obligación ética, en vivencia, conciencia crítica y transgresora. Forma y contenido entrelazados. No es una cuestión estilística, cuya meta se reduce a la soberbia de engrandecer egos y enaltecer la mezquindad del yo. Seguramente hay buenos estilistas, pero pocos artesanos de las letras, cuya coherencia les impide torcer el camino en medio de la batalla, negándose a ser víctima de la profecía cumplida y del tópico: “donde dije digo, digo Diego”.
Las palabras son un bisturí en manos de un buen médico; manipuladas por chapuzas, auguran lo peor. Se transforman en un amasijo somnoliento y pretencioso, pierden viveza. Suponen la muerte de la poética puesta en el lenguaje. El don de la escritura no puede ser una rutina. Benedetti amaba escribir para contar historias. Sus relatos captan el significado profundo del amor, el desengaño, la lucha política, la memoria. Son la esencia de la vida cotidiana, del alma y del cuerpo. Puso letra a todo cuanto es creación humana. Indagó la maldad. Se batió en duelo a la vieja usanza, con honor. No soportó la traición. Su trabajo consistía en llamar a las cosas por su nombre. Formas simples y llanas. Son méritos que convierten su vida y su obra en ejemplar.
No le valieron prendas para condenar la mentira, viniese de donde viniese y la dijera quien la dijese. Lo dicho quedó reflejado en el debate con Mario Vargas Llosa en 1984. Éste lo insulta, tildándolo de corrupto por defender las revoluciones sandinista y cubana, amén de considerarlo un robot alegre por apoyar el socialismo. Además se posesiona con una salida democrática al subdesarrollo y a las dictaduras, interpretación maniquea a la cual Benedetti responde demostrando coraje y algo de lo que carecía su contrincante: principios, altura de miras y dignidad. Los encabezados de su respuesta denotan su malestar: “Ni corruptos ni contentos” y “Ni cínicos ni oportunistas”.
En ellos subraya: “Me parece absolutamente legítimo que un escritor como Vargas Llosa se sienta tan presionado por la realidad como para pronunciarse sobre ella. La circunstancia de que muchos intelectuales latinoamericanos, a pesar de no practicar la obsecuencia ni la obediencia ciega que suele atribuirnos Vargas Llosa, mantengamos nuestra adhesión a las revoluciones de Cuba y Nicaragua no impide comprender que vanos aspectos de esas realidades hieran, vulneren o incluso descalabren ciertas pautas y arquetipos de otros intelectuales... A un intelectual del alto rango artístico de Vargas Llosa debe exigírsele una mínima seriedad en los planteos, particularmente cuando éstos ponen en entredicho la probidad de sus colegas. Hablar de corruptos y contentos en una región del mundo en la que hay tantos intelectuales perseguidos, prohibidos, exiliados... en ese marco de discriminación y de riesgo, de amenazas y de crimen es, por lo menos, una actitud insoportablemente frívola.”
En la segunda entrega, tras nuevos insultos de Vargas Llosa, le recuerda su historia: “Hace ya unos cuantos años que mi tocayo señaló, con una imagen que hizo carrera, que la literatura ha de ser siempre subversiva y que el escritor debe ser una suerte de buitre que esté siempre dando vueltas sobre la carroña. Reconozco que mi vocación de buitre es prácticamente nula, y también la capacidad subversiva de la literatura es viable y defendible cuando el escritor distingue honestamente algo que subvertir, pero no como obligación eterna y menos como un deporte. Parece claro y elemental que si lucho por una sociedad más justa, cuando ese cambio, así sea primariamente, se produce, tratar de subvertir la situación equivaldría a proclamar una vuelta a la injusticia.”
La discusión se zanjó con la salida de Mario Benedetti de las páginas de opinión de El País. El Grupo Prisa y Juan Luis Cebrián, a la sazón director del matutino, decantaron la línea editorial hacia el peruano.
Mario Benedetti hace fácil lo difícil. Capta los valores y las vilezas de los mortales. Muestra, como en el ejemplo anterior, la cara de la traición, de la ignominia. Describió la muerte diseccionando las dictaduras y sus dictadores. No le hicieron falta títulos universitarios. Tampoco se inventó, como José Joaquín Brunner, ex ministro de Educación chileno, un falso titulo de sociólogo y posgrado en Oxford. Era un artesano de la palabra, un poeta. Siempre tuvo una sonrisa y no faltó a sus compromisos; se exigía con quienes sentía eran sus compañeros de viaje.
Mario Benedetti ha sido un hombre comprometido con su tiempo, y por ello fue perseguido. Su palabra resulta incomoda. Él supo el significado de un doble exilio. Enfrentó decretos de busca y captura. Desde la firma por el gobierno de Bordaberry el 27 de junio de 1973 llamando a los militares al poder, con un joven Julio María Sanguinetti en funciones de ministro, se abocó a denunciar las tiranías, sin dejar de escribirle al amor. Exiliado en Madrid, recibió el cariño de unos, los más, y el odio de la elite política. No le perdonaron vivir el Sur en el Norte, decir que también existía, reclamar derechos de autodeterminación y soberanía para los países que sufren la penetración imperialista. Hoy los hipócritas lloran su muerte. Por suerte, Benedetti fue claro: en el tiempo de la globalización, lo que se globaliza es la hipocresía.
fuente- la jornada
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