De la administración calderonista nadie quiso referirse a la emboscada sufrida por la caravana de activistas sociales y defensores de los derechos humanos a las afueras del municipio de San Juan Copala.
De la administración calderonista nadie quiso referirse a la emboscada sufrida por la caravana de activistas sociales y defensores de los derechos humanos a las afueras del municipio de San Juan Copala, en la mixteca oaxaqueña, que ha dejado un saldo de tres muertos, media docena de lesionados y una decena de desaparecidos.
El secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont y la canciller Patricia Espinosa Flores quizá estén pendientes de asuntos de mayor envergadura y crean que se trata de un conflicto doméstico, de la única competencia del gobierno de Ulises Ruiz. En segunda instancia, el titular de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, Xavier Abreu Sierra, o el ombudsman, Raúl Plascencia Villanueva, podrían haberse pronunciado sobre los hechos. Su silencio -ominoso- da cuenta de una realidad lacerante: mejor no entrarle, si no se trata de denigrar la guerra contra el narcotráfico.
Lastimosamente, este incidente tiene repercusiones internacionales que hasta ahora no han tomado otra dimensión gracias a la prudencia del gobierno finlandés, que tuvo a bien desplazar a dos representantes de su delegación en la ciudad de México, para recuperar el cuerpo del joven activista Jyri Antero Jaakkola, quien recibió un disparo en la cabeza, al igual que Beatriz Alberta Bety Cariño, la dirigente de la agrupación Cactus, quien promovió la caravana por la paz que ahora vive un luto tristísimo.
Jyri tenía apenas 25 años y había juntado todos sus ahorros para viajar a México. Desde el 2005 se había involucrado con Uusi Tuuli (Viento Nuevo), una ONG enfocada a los derechos humanos radicada en Turku, su ciudad natal. Había llegado hace tres meses a México, pasó por Chiapas, antes de internarse en territorio oaxaqueño, invitado por Bety Cariño.
Además de Seppo Tunturi y Arja Perälä, funcionarios de la Embajada de Finlandia en México, en la necropsia de ambos activistas estuvo Fracis Sorby, representante de la Embajada de Bélgica, y Juan Carlos Beaz Torres, líder de la Unión de Comunidades Indígenas de la Zona Norte del Istmo). A nadie le quedó duda de que fueron ejecutados.
Entre los 40 activistas sociales que trataron de entregar asistencia humanitaria a los indígenas triques había otros tres ciudadanos extranjeros, entre ellos un italiano, David Casinori, quien iba en calidad de “observador”, y el belga Martin Santana, aún desaparecido. Inicialmente se había reportado su deceso.
“Estábamos por entrar a San Juan Copala cuando encontramos el camino bloqueado con piedras”, relató Casinori a una estación de radio italiana, “cuando tratamos de regresar, un grupo de hombres armados apareció y comenzó a dispararnos. Al principio nos guarecimos. Desafortunadamente dos personas murieron... Durante nuestro escape algunos fueron detenidos por los pistoleros, quienes nos robaron y nos amenazaron antes de dejarnos ir”.
Al menos la mitad de los integrantes de la caravana prefirieron internarse en la sierra. Entre ellos, los periodistas David Cilia y Erika Ramírez, de la revista Contralínea, quienes también resultaron lesionados.
El asesinato de Bety Cariño ha provocado una oleada de mensajes condenatorios al gobierno de Felipe Calderón por parte de ONG de todo el mundo. Ibrahim Almugaiteeb, presidente de la Human Rights First Society, de Arabia Saudita, le envió una respetuosa pero enérgica carta a Eduardo Niño, embajador de México en Riyadh.
“Individuos maravillosos como mi amiga Bety”, reclamó, “tratan, a través de su incansable lucha, de hacer de este horrible mundo un mejor lugar para los seres humanos y he aquí la devastadora noticia de que ella ha pagado el último precio por hacerlo. Human Rights First Society protesta por este horrendo crimen y exige al gobierno de México traer a sus perpetradores ante la justicia lo antes posible”.
La insensibilidad de las autoridades mexicanas tuvo su peor expresión en el gobernador Ulises Ruiz, quien literalmente culpó a los defensores de los derechos humanos de estar en el lugar y momentos no indicados. “No sé si sean turistas, si vengan de paseo o a hacer un trabajo de activismo”, calificó, con supina imprudencia, para después exigir que se investigue su calidad migratoria, pues “están participando de forma muy rara en un evento donde se registró un enfrentamiento”.
Nadie, dentro y fuera de Oaxaca cree que se trató de una confrontación. Los despachos de la prensa internacional -donde el hecho tuvo más repercusión que en los diarios locales- detallan que estas ejecuciones son una especie de represalia oficial contra quienes participaron en el movimiento social que buscó la destituir a Ruiz, en el 2006.
“Entre los blancos del ataque se encontraban integrantes de un movimiento radical que tomó el control de la capital de Oaxaca durante cinco meses, en el año 2006, y existen temores acerca de que pueda reactivarse un conflicto de larga duración entre la APPO y el gobierno del estado”, refirió The Boston Globe.
Ese conflicto, que también involucró a la disidencia magisterial, tuvo entonces una víctima foránea: el estadounidense Brad Will, quien también estuvo en el lugar menos indicado: del lado de quienes quieren un cambio para Oaxaca.
fuente- el economista online
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