MÉXICO, D.F., 12 de diciembre (Apro).- Felipe Calderón es el hombre de la violencia. Mientras más muertos deje su gobierno, más éxito reclamará en su “guerra al narcotráfico”.
Desde hace un año optó por el aniquilamiento, por extremar la fuerza con el conocimiento de que esa medida le costará la vida a civiles inocentes.
El “presidente valiente”, como se presentó al inicio de su gobierno cuando declaró su guerra, propone como única salida la represión. Así lo dijo también desde el primer día.
Los primeros tres años de su mandato intentó bajar los enfrentamientos entre los cárteles del narcotráfico. No pudo. Decidió entonces hacer suya la salida
estadunidense: aniquilar algunos jefes.
Empezó hace un año en Cuernavaca, con Arturo Beltrán Leyva, El Barbas; siguió con Ignacio Nacho Coronel; luego Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén, Tony Tormenta, y ahora Nazario Moreno González, El Chayo.
La medida es más efectista que efectiva. Puede decir que va contra todos, que no protege a ninguna organización, que le ha pegado a los Beltán Leyva, al cartel de Sinaloa, al cartel del Golfo y a La Familia Michoacana. En esa lógica tendría que seguir algún jefe de Los Zetas.
El movimiento del narcotráfico es circular: a la muerte del líder, sigue otro. Preparados para la traición interna o de sus protectores institucionales, los jefes
del narcotráfico forman a sus sucesores. Nadie está dispuesto a que se pierda el millonario negocio: ni los traficantes de droga, ni las autoridades que les apoyan,ni los que ponen su nombre para limpiar el dinero.
Tampoco Estados Unidos, cuyo objetivo sólo es “regular” el marcado ilegal de la droga en México mediante el control de la violencia, es decir, que sea el gobierno mexicano y no los cárteles los que decidan el nivel de violencia.
Pero en ese objetivo, Calderón desestimó lo que en Estados Unidos mismo se advirtió: el Estado mexicano se ha diluido en varias zonas del país, tanto en el control del territorio como en su autoridad ante los ciudadanos. Primero negó que así fuera y hasta retó a que se lo demostraran.
Después, su gobierno rechazó lo que también se viene diciendo desde hace tiempo en Estados Unidos, incluso por la propia secretaria de Estado, Hillary Clinton: que en México hay signos de narcoinsurgencia.
En Michoacán, su estado natal, tiene el ejemplo más claro de ambos fenómenos: ausencia de control en parte del territorio y acciones sociales de rechazo a
instituciones del Estado.
Es en su tierra donde la eliminación del Chayo, uno de los jefes de La Familia Michoacana ha desatado una inusitada reacción colectiva y organizada cuyas
consecuencias aún estamos por conocer.
Tres días después de que el vocero de seguridad nacional, Alejandro Poiré, anunciara la muerte de Nazario Moreno, El Chayo, durante los enfrentamientos con la Policía Federal, las protestas sociales en rechazo a ese hecho se mantienen.
El domingo, cientos de personas marcharon en Apatzingán en un rechazo abierto a la Policía Federal que está bajo la responsabilidad del secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna.
En la lógica de que esas manifestaciones sean pagadas por La Familia Michoacana, la protesta no deja serlo y, en todo caso, es una expresión del control que ha logrado el narcotráfico en sectores sociales.
Lo mismo se ha visto en Sinaloa y Nuevo León con el cártel de Sinaloa y Los Zetas, por mencionar otros casos.
Pero en ninguno como en Michoacán se había vivido el incendio desatado por Calderón, quien quiere despejar el camino para que su hermana, Luisa María, se quede con la gubernatura que él jamás logró.
El costo que está pagando su estado es demasiado alto, no sólo por la inestabilidad política que provocó con la detención de funcionarios estatales y municipales, sino por los muertos civiles que ha dejado su estrategia en toda la entidad.
Aún no se sabe el saldo real de la confrontación iniciada el miércoles, pero Calderón ha decidido echar más gasolina en los próximos días con el envío de miles
de tropas y policías.
fuente- proceso
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