MÉXICO, D.F., 25 de enero.- Una vez más el gobierno perredista del Distrito Federal y la Iglesia protagonizan una disputa de sordos. Ayer fue la despenalización del aborto; hoy, los matrimonios gays y la adopción. La mutua desconfianza que, desde el nacimiento del Estado laico, se tienen los integrantes de estas dos tendencias, los ha llevado a enfrentamientos extremosos. Entre la intolerancia de la institución clerical y el pluralismo sin matices de la izquierda liberal, la conclusión ha sido siempre la injusticia. En lugar de discutir, en el caso del aborto, el único punto en el que estaban de acuerdo –cómo reducir y, a la larga, evitar los abortos–, las descalificaciones de ambas partes terminaron por dirimir la cuestión mediante una posición de fuerza, la del Estado, y por la peor solución: la despenalización absoluta del aborto, sin ningún matiz. O sea que, fuera de la verdad científica –que en el fondo no es la verdad, sino un nueva forma de la tiranía, y que, al igual que la Iglesia, en el fondo tampoco sabe nada del misterio de la concepción– y de la tiranía del yo y sus derechos, no hay salvación.
Ahora ha tocado el turno a los gays y a la adopción. La Iglesia, en nombre de un estado de naturaleza –que no se sostiene en su totalidad–, de la encíclica Veritates splendor –llena de un Veritates terror– y de un desprecio por la caridad, no sólo mira la homosexualidad como una aberración, sino que a partir de ese prejuicio rechaza que se otorgue a las parejas gays el estatuto jurídico del matrimonio y, en consecuencia, que tengan derecho a la adopción. Por su parte, el gobierno del PRD, sin matizar nada, a partir de un prejuicio igualitario que –semejante al de la Iglesia que borra del ser humano su condición simbólica– borra una parte de la naturaleza igualmente perteneciente a lo humano, y sin tomar en cuenta los derechos de la infancia ni la equidad en su relación con la justicia, ha decidido homologar el matrimonio gay con el matrimonio heterosexual.
Es innegable que la Iglesia, por un sentido de la caridad, que es la sustancia de su fe, debe aprender a amar y respetar a los gays; un amor y un respeto que, en un mundo plural –hace mucho que Occidente dejó de ser una cristiandad–, debe traducirse en la aceptación de un marco jurídico, no eclesial, que permita a los gays vivir, si así lo desean, en matrimonio. Es innegable también que el Estado laico debe concederles ese derecho. Pero es igualmente innegable que ese derecho no puede ser idéntico al del matrimonio heterosexual.
Las razones son múltiples –van desde una profunda discusión que debe darse entre el estado natural y simbólico del hombre, hasta la reflexión sobre lo que en ese orden debe entenderse por la moral y sus límites–. Tocaré aquí, por razones de espacio, únicamente lo que a la justicia y a la equidad se refiere.
La mejor definición sobre la justicia que conozco es la del mundo griego –un mundo para el que la homosexualidad, como categoría discriminatoria, no existía–: “La justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde”. Es una relación de proporción. “Somos iguales –decía acertadamente la mayor Ana María al defender los derechos indios– porque somos diferentes”. En este sentido, tratar con justicia a alguien significa tratarlo de manera diferente, de acuerdo con lo que es. De lo contrario, cometemos una injusticia.
Debido a que los hombres y las mujeres no son iguales, para aproximarnos a la justicia complementaria que el machismo desequilibró, hay derechos que ellas tienen –los reproductivos, por ejemplo– y ellos no. Así como la mujer se embaraza y requiere de ciertos cuidados que el hombre no reclama –yo envidio la experiencia de una mujer embarazada, una experiencia que, por desgracia, es el límite de mi condición de hombre y que jamás podré tener, pero que celebro e imagino cada vez que una mujer gesta un niño–, también en el orden de los matrimonios gay hay diferencias que requieren marcos jurídicos diferentes. Tratar al matrimonio gay del mismo modo que al heterosexual es cometer una injusticia con unos y otros, e implica asimismo tratar injustamente el derecho de los niños a tener un padre y una madre no sólo en el sentido del género, sino también en el de la sexualidad.
¿Quiere decir esto que el marco jurídico del matrimonio gay debería prohibir la adopción? No. Sólo digo que, primero, es el derecho de los niños; primero, aquí sí, el estado de naturaleza frente a la adopción. Si no es posible, entonces la adopción de los matrimonios gay y el estado simbólico. La justicia –vuelvo a Platón y al mundo griego– es lo que asegura a cada uno su parte, su lugar, su función, preservando la armonía del orden y de los límites. ¿O sería justo dar a todos las mismas cosas cuando no tienen las mismas necesidades ni los mismos méritos?; ¿sería justo exigir a todos lo mismo cuando no se tienen capacidades análogas? El problema se discutía en Grecia y debe seguirse discutiendo hoy. Pero para ello es necesaria la caridad, la búsqueda de la justicia –que siempre es un horizonte–, de la proporción y de la humilde conciencia de los límites. De lo contrario, sólo gana el más fuerte y, con ello, no la fuerza de la justicia, sino la justicia de la fuerza. Eso que, por desgracia, llamamos política.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
fuente- proceso
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