El asesinato de Isabel Ayala tiene una carga simbólica y política única: profundiza la vorágine represiva contra el movimiento social; y encarna la impunidad del capítulo de la guerra sucia en México, el rechazo del gobierno federal para acatar las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en materia de desapariciones forzadas de los años setenta, el freno al avance de la creación de una Comisión de la Verdad en Guerrero, y el repliegue de guerrillas herederas de esa memoria histórica.
Si bien al momento que se escriben estas líneas no hay claridad en los móviles de la ejecución, es imposible obviar la coyuntura política y social del país. Estos días la Suprema Corte de Justicia de la Nación debate si aplica la sentencia de la CIDH en el caso de Rosendo Radilla, desaparecido en 1974 en un retén militar. La Corte ordenó al gobierno mexicano reformar la ley y restringir el fuero militar. Simultáneamente, activistas de izquierda impulsan la instauración de la que sería la Comisión de la verdad de la guerra sucia en Guerrero, la primera en su tipo en la historia de la nación.
Se dice que el asesinato de Isabel puede tener vínculos con el perpetrado contra su hermano meses atrás, y del que no han trascendido sus particularidades. También se dice que el caso Radilla la puso en la mira, porque era una de las contadas sobrevivientes de la guerra sucia que testificaría que ella y otros civiles fueron torturados y recluidos ilegalmente en el Campo Militar Número 1.
La vida de la mujer de piel blanca y ojos verdes quedó marcada por la de Lucio Cabañas: él la hizo su pareja cuando ella sólo tenía 13 años, juntos vivieron cuatro meses en campamentos guerrilleros de la sierra y así quedó embarazada de su hija Micaela. Ese vínculo provocó que Isabel, la madre y otros familiares del guerrillero, fueran secuestrados por dos años en el Campo Militar Número 1. También que tras ser liberada, la violara el entonces gobernador Rubén Figueroa.
La hizo su trofeo de guerra. Ella escribió por su cuenta otros capítulos en su vida que poco se conocen: fue pareja de un teniente coronel con quien procreó una niña, y con otra pareja dio luz a dos hijos.
Sin duda, el asesinato de Isabel somete al símbolo de Lucio a una nueva muerte. Como se sabe, Lucio es la figura más emblemática de la guerrilla mexicana y nexo entre diversas generaciones de grupos rebeldes del país. Lucio es una memoria viva y activa del Guerrero Bronco, no un simple recuerdo. Recoge el desafío de una inconformidad multiforme cuyas expresiones son legales, pacíficas y armadas. Pero esta segunda muerte, de hecho, le imprime una fuerza aún mayor a su imagen.
Si se considera que la nueva etapa de lucha armada guerrerense nació al calor de hechos de sangre como Aguas Blancas y El Charco, los escenarios que se perfilan por el asesinato de Isabel no son fáciles de descifrar. En ninguno de ellos, sin embargo, se considera la omisión de una respuesta política, aunque no necesariamente militar. Será interesante conocer los posicionamientos de dichas organizaciones, porque desde su clandestinidad pueden trascender la simple denuncia.
Más allá de la relación que Isabel Ayala estableció con el guerrillero, su asesinato debe ser esclarecido. En ese sentido la historia de Guerrero es reveladora: la impunidad hace posible que se imponga el miedo en la sociedad, pone en alerta a las comunidades, y es el elemento fundamental que genera la violencia popular. Así ha sucedido en los últimos cincuenta años. Y aún no se aprende de esa historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario